Ayer me enteré de la mala noticia. Mi amigo Pedro había muerto. Con 59 años y de cáncer. Un idealista y un hombre inteligente. Sereno y seguro, amable y educado, extremadamente fiel a sus amigos, que le querían como fin en sí mismo, porque sabían que él lo había hecho antes y que lo había hecho sin esperar nada a cambio.
Yo le conocí por el desarrollo de mi vida profesional, cuando aún trabajaba en La Gaceta de los Negocios, aquella que dirigía José María García Hoz en momentos de transición, aquella que se alojaba en Alcobendas. Sin duda desde el principio marcó mi trayectoria, me ayudó a conocer a más gente –algo fundamental para un periodista– y a entender cómo funcionan muchos aspectos del mundo de la justicia.
Pero nuestra relación no se quedó en lo profesional. Con una sencillez casi extraordinaria, Pedro y yo nos fuimos haciendo amigos. Sus gestos de generosidad y mi dejarme hacer fueron la clave.
Conforme fui conociéndole, también fui relacionándome con sus conocidos. Me di cuenta de que todos ellos también eran gente excelente. Pedro había establecidos con esos otros amigos que ahora lo son también míos otra relación especial, basada en la generosidad.
Muchas víctimas de la violencia ejercida por grupos organizados le estarán también eternamente agradecidas por ayudarles individualmente a salir de su infierno. Personas que quizá hoy no se llaman como antes y que viven una nueva vida le recordarán siempre por haberles dado razones para seguir adelante.
Porque Pedro, el fiscal, como algunos le llamaban, trabajaba así. Con cada uno. Con cada persona. Dedicándole su preciado tiempo con naturalidad, como si eso lo hiciera cualquiera. Aplicando a cada amigo sus principios, sus ideales, que además estaban asentados en una profunda humildad propia de quien sabe que todo momento es bueno para aprender. Descanses en paz, Pedro, amigo. Nos veremos.
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