viernes, 23 de mayo de 2014

Un policía menos

Francisco Enrique Díaz Jiménez se levantó el pasado miércoles con el ánimo habitual de servir a los ciudadanos desde su puesto en la Unidad de Prevención y Reacción, la hermana pequeña de los antidisturbios. No sabía que esa sería su última mañana. Un loco se cruzó en su camino y acabó con la vida del funcionario en un patético segundo. El indigente con problemas psiquiátricos ya había agredido a un agente antes y todos los vecinos lo conocían como un mendigo violento.
Pocos minutos después de conocerse la noticia, las redes sociales se llenaron de muestras de cariño y respeto hacia el policía fallecido y su familia. La mayoría provenía de sus compañeros, que hablaban a través de sus cuentas anónimas, sin rostro –salvo contadas excepciones–, o de las voces autorizadas de los sindicatos profesionales. Otros comentarios procedían de amigos, padres e hijos de funcionarios que sabían que ellos también estaban expuestos a una desgracia.

Faltaba sin duda el pésame de muchos que se muestran muy sensibilizados con otros temas y a los que parece darles igual que alguien acabe con la vida de un servidor público. Muchos, quizá han tenido que ver la muerte de un padre de familia, de un hombre bueno que deja una hija pequeña, para darse cuenta de que detrás de cada policía hay una persona que se ha metido en el cuerpo para servir, proteger y facilitar la convivencia.
Asistimos semanas atrás a episodios vergonzantes en los que los policías eran acorralados, agredidos y golpeados por violentos organizados. Algunos creadores de opinión relataron entonces la realidad tal y como se produjo. Otros, parecían continuar en sus trece: contra la Policía todo vale.
Pero la realidad vuelve a atizarnos. El policía no es el enemigo, no es el demonio, no es un asesino, sino una persona, un funcionario, alguien que trata de llevar leche y carne todos los días a casa, un ciudadano –más o menos indignado también– que además está poniendo en riesgo su vida cada vez que se coloca el uniforme por salvaguardar la integridad de todos. También de los que lo consideran un elemento hostil.

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